domingo, octubre 15, 2006

¿Canal 7 privatizado?

Mi colega Federico Salazar quiere privatizar el Canal 7 y lo ha propuesto en su leída columna de Perú 21. Como se sabe, ya privados son todos los otros canales.

Si el siete se privatizara no habría una sola ventana verdaderamente distinta de las de ojo de buey por las que los ivcher y los genaros otean el horizonte, ordenan sus rutas, driblean a los guardacostas y se alegran cuando ven flamear, a lo lejos, las otras banderas de piratas de la flota hermana.

-Saludos, Francis –dice genaro.-Saludos, Morgan –reverbera ivcher.

Y ponen proa rumbo al mar de los sargazos, pasando por las islas guaneras de tanta inspiración, y luego al tour de Alcatraz para la melancolía, al mar negro de sus contabilidades, al muerto para rendirle homenaje a sus editores, al rojo para los acreedores, y de regreso, con cocinero egipcio a bordo, al mar de basura, de creación propia, que baña el balneario de sus noticieros y afines.

En fin, si por mi colega Salazar fuera habría que privatizarlo todo. Ahora bien, para Salazar y su club de liberales tipo Aldo –que no es una marca de carteras sino una patente de corso para decir cualquier idiotez– privatizar quiere decir entregarle al primer carroñero que pase por la esquina lo que quiera que fuese siempre y cuando sea del Estado, ese enemigo al que, sin embargo, le exijo policía y ejército para que ponga en su sitio a la cholería embravecida.

Porque si invertimos la lógica, la pregunta sería peliaguda para la patronal que Salazar encarna hasta en las publicidades a las que se ha prestado como si nada:

¿Por qué diablos la TV que ven nuestros hijos, que forma opiniones, que orienta conciencias, que embarra gustos y ensucia los colores está en manos todavía de los genaros y los ivcher?

¿Quiénes son los genaros y los ivcher –y todos los demás, incluyendo al tal gonzález que viene de algún cártel fronterizo– para tener más poder que todos los ministros de Educación que en el Perú han sido?

¿Y quiénes son para no dar cuenta de sus actos a nadie? Y, sobre todo, ¿quiénes son ellos para hablar de la libertad de expresión cuando todos sabemos que sus intereses no vuelan sino que reptan?

El gobierno “socialdemócrata” del doctor García se ha entendido perfectamente con esa pandilla, es cierto. Pero eso no quiere decir otra cosa que lo que es: que el gobierno del doctor García se sabe entender con las pandillas, las de Nueva York y las aborígenes. Y allí está el caso de la gavilla niponacional de los fujimoris como muestra.

El Canal 7 es, en serio, una magnífica opción para diversificar un poco la oferta de la pantalla con una programación en la que intervengan los productores cinematográficos y de videos, las universidades dignas de llamarse así, encargadas de investigaciones sociales, los periodistas como Gorriti que fueron excluidos de la TV privada por no dejarse pisar el poncho y, en general, el mundo de la inteligencia exiliado para siempre de la tele desde que se murió Pablo de Madalengoitia y Lima empezó a parecerse a un casino panameño regentado por la mafia coreana.

¡Al contrario! Si lo privado es genaro o ivcher, hay que alejar, hoy más que nunca, al 7 de esos cantos de raya con espolón. Hay que hacer una BBC chola, un PBS casado con lo mejor de La Católica; una televisión pública, en resumen, que demuestre a todo el mundo que la TV puede ser bastante más que lo de hoy.

Someter al único canal potencialmente distinto a la visión de los escarabajos coprófilos que producen para la tele privada sería un paso más del Apra hacia su regreso filogenético al Apra de los sesenta, esa versión degenerada que casó con Julio de la Piedra en las cavas pulguientas de un ron norteño.

Además, si yo fuera Federico Salazar no hablaría nunca de privatizar algún medio de comunicación. Porque alguien podría recordarme lo que pasó con el hiperprivatizado y privatizador diario La Prensa, que el fue el único periódico que, estatizado, prosperó y que, privatizado, quebró ruidosamente.

En el momento de aquel naufragio por incompetencia el capitán del barco tenía el nombre de nuestro ilustre colega, Arturo Salazar Larraín, o sea el daddy de Federico. ¡Habla, memoria!

martes, octubre 10, 2006

Recuerde a Grau, almirante Giampietri

El almirante Luis Giampietri debe haber recordado el domingo, como todos los marinos peruanos, a Miguel Grau. Y habrá recordado, entonces, que Grau hacía prisioneros y rescataba náufragos y enviaba cartas de condolencia a las viudas de los jefes de la armada chilena caídos en combate.

Ese era Grau, el mismo Grau que, a pesar del consejo de todos, emprendió proa a Iquique sin haber hecho las reparaciones debidas en el Callao.

Porque a finales de septiembre de 1879 ya el Huáscar había hecho todas las proezas que podía esperarse de su capitán y el estado mayor aliado, todavía peruano-boliviano, demandaba que la mágica nave se tomara un descanso, limpiara fondos y curase las averías que el desgaste de los años y la intensidad de su aventura le habían causado.

No olvidemos que el Huáscar había sido adquirido en astilleros ingleses en 1864, a la luz del conflicto creado por el neoimperialismo español “y justamente para defender a Chile, conforme el pacto de alianza de Prado, todo lo cual fue echado al olvido por el país del sur a la hora de apoderarse de nuestro suelo”, según escribe Mariano Felipe Paz Soldán en su insuperable Guerra de Chile contra el Perú y Bolivia.

No olvidemos también que el Huáscar tenía 300 caballos de fuerza mientras que el Cochrane y el Blanco Encalada, blindados chilenos construidos en 1875, tenían 2,920 caballos de fuerza. El Grau podía desplazar 1,300 toneladas. Los barcos chilenos podían con 3,560 toneladas.

El Huáscar tenía dos cañones Armstrong de 300 libras. El Cochrane y el Blanco Encalada tenían seis cañones de 250 libras, otros de menor calibre y ametralladoras para el combate cercano. La munición artillera de los blindados chilenos era de acero perforante, ventaja de la que también careció el Huáscar.

Y, sin embargo, este barco, ya anacrónico en 1879, llegó a jaquear y a desesperar a la arrogante armada chilena, al punto de que el jefe de la armada del sur, Galvarino Riveros, recibe del ministro de Guerra la orden de usar toda la flota para acorralar y hundir al Huáscar. En efecto, a la hora de la celada, intervinieron el Blanco Encalada, la Covadonga, el Cousiño, el Cochrane, la O’Higgins y el Loa.

¡La armada invencible en versión pirata! Chile sabía que, muerto Grau, el camino hacia la invasión de Lima y el saqueo de la odiada capital quedaría allanado.Habrá recordado el almirante Luis Giampietri que Grau murió, destrozado, cumpliendo su deber.

Para recordar cómo fue esa muerte digna que el destino juzgó inexorable recordemos las palabras de un periodista chileno, el corresponsal de guerra de El Mercurio, de Valparaíso:
”Los efectos del otro proyectil fueron todavía más terribles. Dando de lleno al lado de estribor de la torre de combate del comandante, hizo en ella un grande agujero y fue a azotar contra la pared del lado opuesto… Al comandante Grau… lo destrozó instantáneamente.

Todo lo que quedó de él fue el pie derecho y una parte de la pierna, algunos dientes incrustados en el maderamen interior, y menudos trozos confundidos con los hacinados restos de la torre. Eran las 9 y 32 de la mañana.” (Crónica publicada el 12 de octubre, vía telégrafo, por El Mercurio de la capital chilena).

Así mueren los que se asoman al mayor de los corajes: al del deber cumplido. ¡Y pensar que el Huáscar, agujereado por todas partes, acribillado desde todos los ángulos, resistió hasta las 10 y 55 de aquella mañana! ¡Una hora y trece minutos de resistencia admirable en la que se sucedieron, al mando de la nave mártir y luego de la muerte de Grau, Aguirre, Ferré, Rodríguez y Carbajal, todos muertos en su puesto de mando!

Dejemos que el corresponsal chileno de El Mercurio nos cuente el final de la historia:
“Al abordar al Huáscar el primer bote chileno (del Cochrane,nota del columnista) estaban todos los oficiales peruanos sobre la cubierta, pero ninguno de ellos entregó su espada, porque momentos antes las habían arrojado al agua.

Algunos de ellos, entre los cuales se cuenta el oficial de la guarnición, gritaban: ¡Los peruanos no se rinden! El capitán Peña, que iba animado de la intención de dejarlos en posesión de sus espadas, pues bien lo merecía aquella porfiada resistencia, les dijo en tono seco:

Tienen ustedes cinco minutos para embarcarse en el bote… Por todo el interior del Huáscar no se podía dar un paso sin tropezar con algún resto humano y materialmente se chapoteaba en la sangre…”

¿Qué pensaría Grau de marinos que matan a rendidos? ¿Qué pensaría de un compañero de armas tan valiente con los desarmados?

¿Y qué pensaría Grau de un gobierno tan netamente subordinado a Chile, no en nombre de la paz sino que en nombre de la cobardía y los complejos, esos complejos que Grau odió y contradijo con su muerte, esos complejos que el doctor García encarna con la más absoluta perfección, el papelote encarna con históricos precedentes, la TV encarna con su amnesia conveniente y la prensa, en general, encarna con su minuciosa ignorancia sobre el pasado? El contralmirante Grau nos mira y se avergüenza. Él también quiso la paz de los dignos.

sábado, octubre 07, 2006

Beto y el Choyo

Lo dicho por Beto Ortiz en relación al Choyo Bahamonde, mandamás trujillano del diario Correo, pasará a la historia del callejón oscuro del periodismo peruano.

Cuando Beto Ortiz era joven y guapo, o sea década y media atrás, este Choyo lo descubrió –según el relato de la propia víctima–, lo cazó con las malas artes del que dispara desde la maleza y lo enredó en una aventura que fue primero afectiva, luego obsesiva y, finalmente, criminal.

Y no por Beto Ortiz, que en este asunto fue el ingenuo, sino por el Choyo, que demostró estar más interesado en la chequera de Ortiz que en los amores sordidones que a ambos los llevaron de Varadero a Tailandia y de aquí a acullá montados en el pájaro bobo de la juventud que se cree eterna y dorada como la arena donde chonguea y se encabrita.

En fin, Beto era un Gide y el otro un lord Alfred Douglas metido en el cuerpo de un cochero de la familia Queensberry.

Lunas de mieles, pleitos de alcoba, tenedores esgrimidos, reconciliaciones de consideración: todo lo predecible pasó en esa pareja donde el dinero lo aportaba Beto y el escándalo era entrega puntual del Choyo.

Hasta que llegaron los tiempos de Papá Piraña, la inversión oriental que los haría ricos. Por supuesto que el capital vino de las cuentas de Beto, que había ganado muy buena plata flagelando a sus enemigos –o sea, a casi todos los mortales– en su programa en Canal 2.

El destino se interpuso, como se dice en las telenovelas. Y el destino tuvo la cara de solemne zonzo de César Almeyda, la mirada vidriosa del agente Sun y la sangre suicida del general Villanueva, cajero que fuera de Vladimiro Montesinos: todo un relato gótico que está por esclarecerse en algunos de sus detalles.

Lo cierto es que Ortiz hubo de largarse y entregarle al Choyo poderes amplios, plenipotencias que no le habría entregado a su padre y papeles en blanco con su firma como si se pusiese en manos de Martín Lutero.

El Choyo, entonces, hizo de las suyas. Desmanteló lo que pudo, se endeudó a nombre de Beto Ortiz, firmó pagarés, escaneó firmas, obtuvo sobregiros del Banco de Crédito con sede en Iquitos, despilfarró lo ajeno hasta que Papá Piraña fue una pista de baile embargada por las cuentas y, al final, un sudódromo cerrado por las letras vencidas.

Ortiz no podía defenderse demasiado pero aun así logró que el juicio abierto terminara en la condena de quien había armado tanto.

Emisarios del condenado, sin embargo, lograron amedrentar a la judicatura iquiteña, que debe tener un rabo de paja amazónico, a la policía judicial, cuyo prontuario institucional llenaría la Enciclopedia Británica, y a la policía de Trujillo, que desde los tiempos de los asesinatos de Chanchán ha sido –digamos– una “fiel intérprete de la ley”.

Así que con todas esas anuencias, el Choyo jamás pudo ser capturado y convirtió su profugacidad en martirologio y –lo que es más increíble– en guerra a muerte contra el Poder Judicial que se había atrevido a condenarlo formalmente pero que no había osado ejecutar esa sentencia.

Así empezó la campaña de Correo de Trujillo, primero, y de Correo de Lima, después, en contra del honorable Vásquez Vejarano, insultado de mil modos por no aceptar las presiones del Choyo y sus emisarios, que no pedían poco: trasladar todo el caso de Beto contra Choyo a una conveniente jurisdicción limeña.

Cuando Vásquez Vejarano dijo que no, entonces los cañones de Navarone del Choyo y los Aguá dispararon y a Vásquez Vejarano le llovió fuego dantesco (pero de la calle Dante, de Surquillo, donde los choros y pasteleros te degüellan si no tienes medias sin hueco para que te las roben).

La pregunta es, sin embargo, una sola: ¿Por qué Correo conserva al Choyo como comandante noticioso de su sucursal de Trujillo, como moralizador en jefe de su campaña en contra de Vásquez Vejarano y como matón impreso y altavoz de fandango de los más inexplicables intereses?

¿Qué novela policiaca ata en su trama todavía no contada a los Aguá, que tanto le deben a la prensa, al Choyo, a quien Ortiz acusa no sólo de estafador sino de pederasta compulsivo, y al holding periodístico y empresarial –quebrado técnicamente pero holding al fin y al cabo– del que Correo de Lima es el buque insignia, o sea, en este caso, el Esmeralda de la escuadra que fundó Banchero? ¿Qué une a un hombre de ideas como Mariátegui con un sujeto como Choyo?

¿Quién es el asesino en esta historia? ¿Qué vio el mayordomo que lo hizo tan poderoso? ¿Qué pruebas tiene para hablarle de tú a tú al que fuera su amo? ¿Dónde estás, Ágata Christie? ¿Por qué no me socorres, Chandler amigo?

¿Qué conexión magenta vincula, de modo tan cálido, al Choyo y a Luis Alva Castro? ¿Por qué Luis Alva Castro se empeña en defenderlo con tanto desinteresado afecto?

¿Y, por último, qué dirá a todo esto el Consejo de la Prensa?
Tatatán....

miércoles, octubre 04, 2006

Conspiración contra el Limbo

Me niego a creerlo. La Comisión Teológica Internacional, reunida por estos días en el Vaticano, está dispuesta a abolir el Limbo, el lugar donde iban a parar, hasta ahora, los niños muertos que no habían tenido tiempo de ser bautizados: un sacro ozono intermedio distante de Dios pero tranquilo y llevadero –porque, al fin y al cabo, la mayoría de esos niños no tenía culpa alguna de que un rayo, un tifus, una madre infame, un invierno impío, les echara el guante antes de tiempo–.

Ahora bien, no siempre hubo Limbo en la Iglesia católica. La atribución del pecado original a los infantes fallecidos de un zarpazo temprano tiene origen tardomedieval y fue una manera de aterrorizar, dentro del mundo católico, a quienes podían ser influenciados por el creciente anabaptismo protestante.

Como se sabe, las diversas corrientes anabaptistas –de origen suizo, alemán y holandés– eliminaron el bautismo infantil y consideraron que este sacramento sólo podía administrarse con el consentimiento consciente del adulto.

De una de esas corrientes opuestas al bautismo de los niños nació, por ejemplo, la comunidad amish, que es un desprendimiento cismático de los menonitas, guiados por el ex cura holandés Menno Simons (1496-1561).

La Oficina de Prensa de la Santa Sede acaba de decir que el nuevo prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, monseñor William Joseph Levada, encabeza esta revisión, anunciada ya desde Radio Vaticano con estas palabras: “Sobre el Limbo, no hay una definición dogmática que sea vinculante”.

Lo cual, en lenguaje de la Iglesia, es decir mucho. Es decir, con palabras finas, que se van a cargar el concepto del Limbo porque es un anacronismo, un abuso del Señor, una injusticia de lesa infancia y un disparate que le venía bien a los tiempos de las carnes chamuscadas término medio y las confesiones arrancadas en el potro.

Y el padre Luis Ladaria, secretario de la Comisión Teológica Internacional, lo ha dicho casi con todas sus letras: “Se pensaba que estos niños iban al Limbo, donde gozaban de una felicidad natural pero no tenían una visión de Dios. A causa de los recientes desarrollos, no sólo teológicos sino también del Magisterio, esta creencia está hoy en crisis”.

Que los peores dogmas caigan, siempre será una buena noticia. Y este era, sin duda, uno de los peores por su extrema crueldad simbólica. Bien entonces por los niños desterrados del paraíso.

Me los imagino ahora levantándose en muchedumbre de sus tumbas provisorias, haciendo fila interminable, desperezándose ante ese cielo tibio donde trataron de rezarle a un Dios que se les ocultaba, caminando en fila interminable rumbo a la tierra prometida del Dios bueno y generoso en el que habrían creído si la muerte no se hubiese interpuesto.

Yo empecé mi agnosticismo viendo bautizar a los niños y preguntándome por qué la pureza debía ser purificada y cómo es que se podía reclutar a los lactantes para una causa que, durante siglos, había causado infinidad de sufrimientos a quienes, precisamente, no la profesaban. ¿No se trataba, entonces, de un bautismo sino de un escudo, una seña de iniciado, un distintivo entre guerreros?

¿Por qué, entonces, convertir en sacro un gesto sectario? ¿Y si era del otro modo, por qué no esperar a que ese pequeño cristiano adquiriese la lucidez suficiente como para aceptar una fe que tanto sacrificio podía demandarle? ¿O es que fe y lucidez eran términos incompatibles?
Así empezaron mis dudas de anabaptista.Si hubiese muerto por aquel entonces, mi destino hubiese sido, en el mejor de los casos, la medianía del Limbo. De todos modos, escogí la intemperie. Allí me siento más libre y más honesto.