miércoles, octubre 04, 2006

Conspiración contra el Limbo

Me niego a creerlo. La Comisión Teológica Internacional, reunida por estos días en el Vaticano, está dispuesta a abolir el Limbo, el lugar donde iban a parar, hasta ahora, los niños muertos que no habían tenido tiempo de ser bautizados: un sacro ozono intermedio distante de Dios pero tranquilo y llevadero –porque, al fin y al cabo, la mayoría de esos niños no tenía culpa alguna de que un rayo, un tifus, una madre infame, un invierno impío, les echara el guante antes de tiempo–.

Ahora bien, no siempre hubo Limbo en la Iglesia católica. La atribución del pecado original a los infantes fallecidos de un zarpazo temprano tiene origen tardomedieval y fue una manera de aterrorizar, dentro del mundo católico, a quienes podían ser influenciados por el creciente anabaptismo protestante.

Como se sabe, las diversas corrientes anabaptistas –de origen suizo, alemán y holandés– eliminaron el bautismo infantil y consideraron que este sacramento sólo podía administrarse con el consentimiento consciente del adulto.

De una de esas corrientes opuestas al bautismo de los niños nació, por ejemplo, la comunidad amish, que es un desprendimiento cismático de los menonitas, guiados por el ex cura holandés Menno Simons (1496-1561).

La Oficina de Prensa de la Santa Sede acaba de decir que el nuevo prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, monseñor William Joseph Levada, encabeza esta revisión, anunciada ya desde Radio Vaticano con estas palabras: “Sobre el Limbo, no hay una definición dogmática que sea vinculante”.

Lo cual, en lenguaje de la Iglesia, es decir mucho. Es decir, con palabras finas, que se van a cargar el concepto del Limbo porque es un anacronismo, un abuso del Señor, una injusticia de lesa infancia y un disparate que le venía bien a los tiempos de las carnes chamuscadas término medio y las confesiones arrancadas en el potro.

Y el padre Luis Ladaria, secretario de la Comisión Teológica Internacional, lo ha dicho casi con todas sus letras: “Se pensaba que estos niños iban al Limbo, donde gozaban de una felicidad natural pero no tenían una visión de Dios. A causa de los recientes desarrollos, no sólo teológicos sino también del Magisterio, esta creencia está hoy en crisis”.

Que los peores dogmas caigan, siempre será una buena noticia. Y este era, sin duda, uno de los peores por su extrema crueldad simbólica. Bien entonces por los niños desterrados del paraíso.

Me los imagino ahora levantándose en muchedumbre de sus tumbas provisorias, haciendo fila interminable, desperezándose ante ese cielo tibio donde trataron de rezarle a un Dios que se les ocultaba, caminando en fila interminable rumbo a la tierra prometida del Dios bueno y generoso en el que habrían creído si la muerte no se hubiese interpuesto.

Yo empecé mi agnosticismo viendo bautizar a los niños y preguntándome por qué la pureza debía ser purificada y cómo es que se podía reclutar a los lactantes para una causa que, durante siglos, había causado infinidad de sufrimientos a quienes, precisamente, no la profesaban. ¿No se trataba, entonces, de un bautismo sino de un escudo, una seña de iniciado, un distintivo entre guerreros?

¿Por qué, entonces, convertir en sacro un gesto sectario? ¿Y si era del otro modo, por qué no esperar a que ese pequeño cristiano adquiriese la lucidez suficiente como para aceptar una fe que tanto sacrificio podía demandarle? ¿O es que fe y lucidez eran términos incompatibles?
Así empezaron mis dudas de anabaptista.Si hubiese muerto por aquel entonces, mi destino hubiese sido, en el mejor de los casos, la medianía del Limbo. De todos modos, escogí la intemperie. Allí me siento más libre y más honesto.