martes, setiembre 12, 2006

Mao en la intimidad


Ayer, el mundo recordó el trigésimo aniversario de la muerte de Mao Zedong, que en mis tiempos juveniles se escribía Mao Tse Tung.


China, sin embargo, encaró esta conmemoración con una mezcla de cautela y discreción.

No es para menos: oficialmente, el Partido Comunista chino sigue rindiéndole culto a su fundador; en la práctica, sin embargo, la economía de ese gigante se ha enemistado para siempre con las ideas maoístas sobre las comunas populares, la colectivización acelerada, la hechura del acero en hornos domésticos, las cooperativas igualitarias, las hambrunas espantosas de los cincuentas y los sesentas y, en suma, el fracaso descomunal del “gran salto adelante”, con el que el líder revolucionario pretendió quemar etapas y llegar a una fase superior del desarrollo industrial.

Para el partido comunista chino, Mao está vivo como escudo y sombra protectora. Pero está muerto como inspiración y, aun más, es peligroso como ejemplo. China tiene hoy un sistema capitalista, una acumulación socialista y un régimen comunista que aspira al milagro de mantener esa coexistencia.

¿Quién fue, realmente, Mao? Bueno, la reconstrucción más próxima a la verdad quizás la haya hecho el doctor Li Shizui, médico personal de Mao desde 1954 hasta el día de su muerte.

En su monumental libro sobre la vida de Mao, hecho al alimón con la sinóloga norteamericana Anne Thurston, Li nos pinta las luces indudables de un personaje excepcional y las sombras de un canalla que jamás se enteraba –o fingía no enterarse- de las penurias y las bajas humanas que causaban sus caprichos en materia de economía.

El cálculo es que alrededor de cuarenta millones de chinos murieron a lo largo de los experimentos utópicos decretados por Mao, y por la escasez de alimentos que ellos produjeron en las zonas rurales, y en las purgas sucesivas que decapitaron a los enemigos de turno: ultraizquierdistas en los comienzos, derechistas, reformistas conspiradores, burócratas, prosoviéticos.

Li fue testigo de la histeria crónica que padecía Chian Chin, la mujer de Mao, y de esa costosa hipocondría que la hacía tomar innumerables cápsulas para sus males imaginarios. A lo que siempre se negó, sin embargo, fue al tratamiento psiquiátrico que requería.

Imaginar que, a partir de 1966, esa mujer rigió, consentida por Mao, los destinos de China durante la llamada revolución cultural es imaginar a un país enloquecido que se deshizo de sus mejores cuadros, mató a miles de desafectos –que eran el núcleo tecnocrático que podía salvar todavía la revolución de los desatinos de su creador– y paralizó toda la producción importante mientras millones de jóvenes esgrimían el libro rojo de Mao como si de una nueva biblia se tratara.

Mao era un dios vivo. Lo era también para las enfermeras jóvenes que se le entregaban, para las campesinas adolescentes que su guardia de seguridad le conseguía en cada pueblo visitado, para las militantes a veces casi niñas que pasaban por el escrutinio de su secretario principal Ye Zilong –un campesino semianalfabeto que llegó a dominar el entorno de Mao durante un largo periodo- y terminaban, emocionadas, en los brazos del sexagenario Mao cuando Chian Chin dormía a punta de calmantes.

Una noche –el relato de Li es absolutamente delicioso por su sobriedad y su carencia de saña- Chian Chin llamó a su enfermera particular y no la encontró. Enloquecida por la rabia, recorrió la zona prohibida del complejo gubernamental donde vivían y encontró a su cuidadora fornicando impetuosamente con su marido.

Fue la única vez que hizo un escándalo; de allí en adelante, lo soportó todo. Su amarga neurastenia la desahogaba con la servidumbre, sus médicos y, más tarde, con el pueblo chino entero.

Mao se quedó semiciego, víctima de cataratas, en 1974. Pero eso no era importante frente a los síntomas neurológicos que mostraba, que fueron diagnosticados ese mismo año y ocultados al mundo y al pueblo chino por determinación del politburó del Comité Central del partido.

¿Tan difícil era reconocer que Mao sufría de esclerosis lateral amiotrófica, la enfermedad que mató al beisbolista Lou Gehrig? Es que los dioses no se enferman. Y Mao siguió siendo un dios temido hasta su último día sobre la tierra.

Aun con la parte derecha del cuerpo paralizada, babeando un poco, durmiendo de costado y tragando con cada vez más dificultad, Mao siguió despachando y atendiendo a visitantes extranjeros.

Lo increible es que Chu En Lai, su canciller, el más brillante y cosmopolita de todo su gabinete, estaba siendo devorado por un cáncer de vejiga en la misma época en que a Mao le diagnosticaron la esclerosis lateral.
Chu, sin embargo, requería de un permiso del presidente Mao para operarse –ese era el protocolo partidario- a pesar de que estaba arrojando diez centímetros cúbicos de sangre en la orina cada día.


Cuando Chu fue notificado por el equipo del doctor Li del mal que terminaría, en dos años, con la vida de Mao, el extraordinario ministro de asuntos exteriores chinos preguntó si era este, en verdad, un caso terminal.
-Sí, es terminal –dijo Li.


-Pues procuren prolongarle la vida lo más que puedan y evítenle los sufrimientos mayores –dijo Chu.

Gente como Chu hizo que la revolución china valiese la pena. Al fin y al cabo, con él, Chu Thé, Lin Piao y el propio Mao, China dejó de ser el campo de amapolas que los ingleses reprimieron con esmero alguna vez.

Si sirve de consuelo: Mao nacionalizó la servidumbre varias veces milenaria del pueblo chino.

1 Comments:

Blogger FANNY JEM WONG M said...

Narrado de la forma como lo hizo no me queda otra que felicitarlo
Fanny Jem Wong

10:36 p. m.  

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