domingo, setiembre 03, 2006

Divinas mermeladas

Aunque no lo parezca, a mí el vicio de la gastronomía siempre me ha llamado. Y por eso, cada vez que puedo, escucho el programa que Raúl Vargas tiene en la radio los sábados por la mañana.

Ayer, sin embargo, me sorprendió que en medio de esa orgía de palabras sobre las exquisiteces de la mesa, la personalidad de los culantros, la zalamería del suspiro, la aristocracia de los lenguados, se infiltrara el mensaje de un archiconocido saborizante basado en el glutamato de sodio y se presentara una señoría nutricional diciendo, en el fondo, que el tal producto era tan natural como un zapallo loche en fondo de alcachofas.

-¡Ya está! –me dije-:he aquí el ataque de Pearl Harbor sobre el único programa donde uno podía oir hablar de la cocina honesta, la cocina señoritinga y de su casa que no se emperifolla de más y que no se va con el primer glutamato jaquecoso que pasa por allí.

Y era cierto. Estoy seguro de que algún gerente de RPP ha presionado hasta la náusea al programa La divina comida y que su conductor y shogún palatino, don Raúl Vargas, resistió hasta el último minuto pero fue derrotado. De tal modo que, como casi en todo, el billetón –que no admite islas rebeldes- nos dio otro bofetón a los ilusos.

Porque que un programa hecho por gourmets le haga eco al glutamato de sodio –esa pichicata de los que se pelean con la olla- es como si una guía de vinos apreciados incluyese la maligna cachina chinchana, el vino litrado que embrutece, los rosés venales del sur chico o los vinos surcanos que debieran destinarse sólo a las misas de Cipriani, porque tomarlos es como un cilicio líquido buenazo para el remordimiento.

Y después de asistir a tamaña claudicación me puse a pensar en la crisis de la prensa en general, crisis que hace que la mayor parte de los medios empiecen a no usar el término publirreportajes para entrevistas serviles, apologías dudosas, acontecimientos sociales que, sin ser de italianos ni para italianos, tienen el olor inconfudible de la pasta básica.

¿Qué está pasando? La lectoría está en crisis –con decirles que la revista Magaly, supuestamente archipopular, sólo imprime seis mil ejemplares-, la radio está tugurizada y básicamente manejada por visitadores reales o imaginarios del SIN montesinesco, y la televisión, bueno, la televisión, como ustedes saben, oscila entre el Chicago de los 30, el Mossad de los 2000, el México de Echeverría y la banda del Choclito con todos sus pormenores. La TV, en resumen, es la gran cadena peruana. Cadena perpetua, se entiende.

En este escenario, de hambruna encorbatada y dignidad de cuello sucio, es que se meten los narcazos a alharaquear con sus dólares recién planchados, o los candidatitos de cerebro pero candidatazos de chequera, o los glutamatos de sodio tratando de hacerse pasar por aceite de olivo.

Si los comunicadores lo toleran, si los fenicios ganan la batalla, tendremos una prensa sobreviviente y pervertida.

Tan pervertida que ya no se sabría para qué sobrevivió: si para decir algo que fuese lo más próximo a la verdad o si para ser busto parlante, bajo el farol propicio de las 11 de la noche y con cara de Frida Kahlo que ya no pinta, de la gran minería.

Hay un olor a vendimia que no viene de ningún viñedo. Si la mermelada periodística se envasase, no habría anaqueles que la contengan.

Y ese daño no es sólo para este oficio del periodismo sino para la opinión pública, que siente no tener una liana que la salve, un pedazo de decencia donde detenerse a mirar, un respiro ante esa nube de desinformación –smog moral- que la persigue.

En lo que a mí respecta, modestamente, seguiré huyendo de los restaurantes de sabor exacerbado, de los platos turbo y de las excitaciones de cualquier cochino glutamato.