jueves, setiembre 28, 2006

Buscando al soldado Aguayo

Ayer, a las 5 de la tarde, la hora en que dicen que se murió Sánchez Mejía, se entregó en la base militar estadounidense de Fuerte Irwin, situada en el desierto de Mojave (norte de Los Ángeles), el soldado Agustín Aguayo, médico norteamericano nacido en Guadalajara.
Aguayo libró la peor de las batallas que un soldado puede librar: la que lo enfrenta a su conciencia.


Luego de servir dos años en el frente de Iraq, Aguayo aprovechó un descanso y escapó, en el 2004, de una base norteamericana en Alemania. Días más tarde describió sus simples razones con toda precisión.

–La guerra es inmoral. Cuando me enrolé, en el 2002, no lo sabía. Ahora lo sé y no quiero volver ni a Iraq ni a ninguna parte donde estemos matando gente –dijo Aguayo.

Aguayo había servido como médico de combate en Tikrit, una de las ciudades donde la brutalidad del ejército de Bush hacia la población civil ha sido más notoria.

Tras una larga batalla legal que tenía que perder, el médico-soldado se entregó ayer a las autoridades militares. Durante estos dos últimos años trató, por todos los medios, de que se le declarase objetor de conciencia.

Apenas ha conseguido el título de desertor. Y con ello le espera un Consejo de Guerra. Mientras tanto, quedará bajo arresto en Fort Sill, Oklahoma, o, para cerrar el círculo, en Schweinfurt, Alemania, la base de donde escapó en el 2004.

–Prefiero la corte marcial y la prisión. Es algo con lo que puedo vivir el resto de mi vida. Con lo que no podría vivir sería con regresar a Iraq –dijo Aguayo horas antes de entregarse.

A la misma hora en la que Aguayo decía que no era miedo sino asco moral lo que lo impulsaba, que no se sentía un cobarde ni un desertor sino un hombre consciente de su papel en el mundo, a esa misma hora el presidente George Bush señalaba que se iba a oponer a la publicación de la versión completa del trabajo hecho por sus agencias de inteligencia en torno a Iraq.

Como ustedes saben, en ese trabajo la CIA y agencias afines aseguran que la invasión de Iraq no ha disminuido sino aumentado los riesgos con que el terrorismo desafía a los Estados Unidos, ha hecho más extenso el odio hacia la política exterior de la Casa Blanca y ha facilitado el trabajo de reclutamiento de las organizaciones islamistas más extremas.

El informe ha caído como una bomba de trepidaciones electorales en el campo de los republicanos.

Bush no sólo le mintió al mundo, como cualquier tramposo de baja ralea, sobre las fantasmales armas de destrucción masivas de Saddam Hussein.

Ahora se sabe que Bush ni siquiera acertó, desde un punto de vista estratégico, destrozando el país que le había sido fiel en su guerra de bajo perfil en contra de Irán.

La Mesopotamia pisoteada por los marines que escuchan a Marilyn Manson mientras perforan intestinos desde sus blindados fue objeto de las iras estúpidas de Bush en nombre de una farsa montada por la máquina militar de la que es rehén.

Y ahora resulta que esa barbarie ni siquiera ha sido útil. Ahora resulta que lo de Iraq es, en suma, uno de los homenajes más sombríos que el crimen ha merecido por parte de un jefe de Estado.

Bush es hoy, indiscutiblemente, un criminal de guerra. Ha matado multitudes desarmando a un país que no tenía las armas que el servil Colin Powell le atribuyó por encargo. Ha matado a miles de sus propios compatriotas en una guerra que sólo él, Blair y el Maki Navaja de las Azores, José María Aznar, aplaudieron.

Y, encima, debe tolerar el resurgimiento de la resistencia talibana en Afganistán, un país en el que la OTAN le da una mano mortal y aérea –porque eso sí: las operaciones de riesgo, las terrestres, las realiza el ejército títere de Kabul–.

Y todo por el petróleo y Halliburton, por Chenney y la Chevron. Grandes palabras como coartadas. Grandes crímenes considerados gestas de libertad. Un hampa internacional que secuestra el término libertad, contamina la democracia, despoja el derecho internacional de todo sentido y trata de destruir la reputación de un país que hace 60 años fue considerado el más admirable ejemplo de una democracia regida por las más altas normas. El país de Pound y Edison, de Poe y F.D. Roosevelt, de Jefferson y Salinger.