Los plagiarios
Los plagiarios son comunistas de la mente, anarquistas del copyright, cooperativistas en expansión de la propiedad intelectual.
Su lema, cuando se ponen clásicos, es “nihil novi sub solem”, o sea que no hay nada nuevo bajo el sol y si tú me prestas tu crónica yo la puedo chancar y si no me la prestas también la chanco y si me prestas un capítulo y me apellido Bryce (y tengo la anuencia de la culturita limeña, la que plagia al New Yorker y cree que Carver es tremendo escritor) pues te devoro con ganas, con puntuación te como y le pongo mi nombre al banquete de gorra y encima me hago la víctima (entre hipos), la víctima dos veces (más hipos), que conmigo no se mete El Comercio, que plagia desde el siglo XIX.
Y con ese cuento de que no hay linderos ni tarjetas de propiedad ni patentes sino la patente de corsario a la que te lleva el ocio y la cumbiamba, los plagiarios matan a los corderitos del diario decano y luego salen a decir, misma China Tudela, que se olvidaron de citar correctamente cuando fue la crónica entera la que se tiraron y lo que tenían que hacer no era citar sino pagar.
Y pedir perdón por conchudos porque ni la Maripi ni la Martha son capaces de hacer eso que hizo la China cochina y ahora me pongo a pensar si la Tudela no será también un secuestro creativo, una choreada genial de algún personaje insinuado por Billiken en un número perdido.
El plagio es un arte que no conoce de imitadores sino de profesionales. En el caso que comento (el de Lima Bizarra), la cosa ha quedado al descubierto por presión de los plagiados y no por la voluntad del periódico para el que tres de ellos colaboran.
Porque aquí el plagio no mata sino que engorda, no descalifica sino que engrosa la hoja de vida de la sinvergüencería y los miembros de la culturita (la que festeja los hipos) son diestros en tapar a los suyos y en echarle arena a la pichi del gato.
–Qué buen criollo –parecen decir los pares de Alonsito Alegría, que plagió a los malos y por eso parió ese defecto llamado El puente sobre el Niágara, que es su más importante contribución a la historieta del teatro, al vodevil involuntario y al ridículo universal.
–¡Se la hizo, qué bueeena! –parecen decir las culturosas que creen que el tal Thays es crítico de libros cuando en realidad es tenedor de libros, mermelero de oficio, cantamañanas por la noche y tebeciano tan sólo en apariencia (felizmente).
Si te robas una bicicleta, vas preso. Pero si te robas el capítulo de un libro, como hizo Bryce con Morote, y lo publicas a toda página en El Comercio, aquí no pasa nada porque El Comercio se encarga de cubrirte y tu fama de limpiarte y la claque que te aplaude de enfadarse y ahuyentar al contralor, o sea a la división de delitos contra el patrimonio de la PNP.
Cuando un libro se convierte en cuerpo del delito, cuando un artículo deviene prueba judicial, estamos ante esa atribución de lo ajeno llamada benévolamente plagio.Hay escritores que viven de ese cuento y pasan años saqueando ideas, volteando parrafadas, borrando huellas y cosiendo sus collages de juzgado de guardia con tanta minuciosidad que da ganas de aplaudirlos.
Sus libros son monstruos con tornillos en el pescuezo, miembros venidos de distintos cuerpos (de redacción) y andar prestado. Como aquí pocos leen y la crítica, con un par de excepciones, es un asunto de amigos y una trata de blancas, nadie lo denuncia y el tipo se la pasa de “préstamo” en “préstamo” hasta la última letra de su “producción”.
En un país que mendiga para levantar una biblioteca nacional que, una vez levantada, no atiende al público por falta de presupuesto, es lógico que el crimen cultural no esté tipificado y que Indecopi sólo sirva mayormente en los casos en los que el cogotero es una empresa y el botín un logotipo o algo por el estilo.
Y no estamos hablando de minucias. En Argentina, en el 2001, se movieron 120 millones de dólares por derechos de autor. Claro, Argentina pertenece a la civilización, a pesar del peronismo y de Videla, y Perú está, en cultura, al nivel de Bunga Unga, que es un país que no existe pero que es imperativo inventar para mandar allí de embajadora a la prologuista que autografía los libros que introduce.
Evelin Sullivan nos recuerda en un libro que el autoengaño tiene para Freud una base médica y no moral y que es inevitable para todos los seres humanos pero protagónico en la neurosis. Esto puede ser un atenuante pero no una disculpa, porque en nombre de la neurosis no puedo llevarme la moto del señor de enfrente diciéndome que es mía.
Es curioso, por lo demás, que la palabra plagio tenga al mismo tiempo el significado de secuestro criminal o rapto. O sea que si la banda de los destructores secuestraba empresarios, la banda de la China se lleva a punta de pistola nueve mil caracteres de aquí, once mil setecientos de la granja vecina y dieciseis mil de la de más allá y sale de la escena del crimen dando vivas a Zapata y chupando a pico un ron de combina.
O sea que la editorial de Lima Bizarra queda como reducidora porque compra lo robado y encima lo vende como si fuera la biografía de San Rafael. Y es curioso también que las excusas para la consumación de ese delito en su nivel literario siempre sean las mismas.
Una vez acusaron de plagio al mediocrísimo Alfredo de Musset y él contestó: “Nada pertenece a nadie, todo pertenece a todos; y es preciso ser ignorante como un maestro de escuela para forjarse la ilusión de que decimos una sola palabra que nadie haya dicho antes. Hasta el plantar coles es imitar a alguien”. Va para ti, China.
Distinto fue el caso vergonzonsísimo de Ramón de Campoamor, famoso poeta romántico español. Como nos lo recuerda Vicente Vega en su Diccionario Ilustrado de Anécdotas, en 1836 Campoamor fue acusado con pruebas de haber entrado a saco en la obra de Víctor Hugo y haberse llevado de tan vasta hacienda por lo menos “un centenar de frases, pensamientos y sentencias” del insigne francés.
Campoamor confesó su falta y jamás pudo blanquearse la reputación. Bueno, es que la España de 1836, aunque en plena decadencia, todavía era un país donde la ética algo tenía que ver con la creación y donde la inteligencia solía estar distante del hampa. Aquí no.
Su lema, cuando se ponen clásicos, es “nihil novi sub solem”, o sea que no hay nada nuevo bajo el sol y si tú me prestas tu crónica yo la puedo chancar y si no me la prestas también la chanco y si me prestas un capítulo y me apellido Bryce (y tengo la anuencia de la culturita limeña, la que plagia al New Yorker y cree que Carver es tremendo escritor) pues te devoro con ganas, con puntuación te como y le pongo mi nombre al banquete de gorra y encima me hago la víctima (entre hipos), la víctima dos veces (más hipos), que conmigo no se mete El Comercio, que plagia desde el siglo XIX.
Y con ese cuento de que no hay linderos ni tarjetas de propiedad ni patentes sino la patente de corsario a la que te lleva el ocio y la cumbiamba, los plagiarios matan a los corderitos del diario decano y luego salen a decir, misma China Tudela, que se olvidaron de citar correctamente cuando fue la crónica entera la que se tiraron y lo que tenían que hacer no era citar sino pagar.
Y pedir perdón por conchudos porque ni la Maripi ni la Martha son capaces de hacer eso que hizo la China cochina y ahora me pongo a pensar si la Tudela no será también un secuestro creativo, una choreada genial de algún personaje insinuado por Billiken en un número perdido.
El plagio es un arte que no conoce de imitadores sino de profesionales. En el caso que comento (el de Lima Bizarra), la cosa ha quedado al descubierto por presión de los plagiados y no por la voluntad del periódico para el que tres de ellos colaboran.
Porque aquí el plagio no mata sino que engorda, no descalifica sino que engrosa la hoja de vida de la sinvergüencería y los miembros de la culturita (la que festeja los hipos) son diestros en tapar a los suyos y en echarle arena a la pichi del gato.
–Qué buen criollo –parecen decir los pares de Alonsito Alegría, que plagió a los malos y por eso parió ese defecto llamado El puente sobre el Niágara, que es su más importante contribución a la historieta del teatro, al vodevil involuntario y al ridículo universal.
–¡Se la hizo, qué bueeena! –parecen decir las culturosas que creen que el tal Thays es crítico de libros cuando en realidad es tenedor de libros, mermelero de oficio, cantamañanas por la noche y tebeciano tan sólo en apariencia (felizmente).
Si te robas una bicicleta, vas preso. Pero si te robas el capítulo de un libro, como hizo Bryce con Morote, y lo publicas a toda página en El Comercio, aquí no pasa nada porque El Comercio se encarga de cubrirte y tu fama de limpiarte y la claque que te aplaude de enfadarse y ahuyentar al contralor, o sea a la división de delitos contra el patrimonio de la PNP.
Cuando un libro se convierte en cuerpo del delito, cuando un artículo deviene prueba judicial, estamos ante esa atribución de lo ajeno llamada benévolamente plagio.Hay escritores que viven de ese cuento y pasan años saqueando ideas, volteando parrafadas, borrando huellas y cosiendo sus collages de juzgado de guardia con tanta minuciosidad que da ganas de aplaudirlos.
Sus libros son monstruos con tornillos en el pescuezo, miembros venidos de distintos cuerpos (de redacción) y andar prestado. Como aquí pocos leen y la crítica, con un par de excepciones, es un asunto de amigos y una trata de blancas, nadie lo denuncia y el tipo se la pasa de “préstamo” en “préstamo” hasta la última letra de su “producción”.
En un país que mendiga para levantar una biblioteca nacional que, una vez levantada, no atiende al público por falta de presupuesto, es lógico que el crimen cultural no esté tipificado y que Indecopi sólo sirva mayormente en los casos en los que el cogotero es una empresa y el botín un logotipo o algo por el estilo.
Y no estamos hablando de minucias. En Argentina, en el 2001, se movieron 120 millones de dólares por derechos de autor. Claro, Argentina pertenece a la civilización, a pesar del peronismo y de Videla, y Perú está, en cultura, al nivel de Bunga Unga, que es un país que no existe pero que es imperativo inventar para mandar allí de embajadora a la prologuista que autografía los libros que introduce.
Evelin Sullivan nos recuerda en un libro que el autoengaño tiene para Freud una base médica y no moral y que es inevitable para todos los seres humanos pero protagónico en la neurosis. Esto puede ser un atenuante pero no una disculpa, porque en nombre de la neurosis no puedo llevarme la moto del señor de enfrente diciéndome que es mía.
Es curioso, por lo demás, que la palabra plagio tenga al mismo tiempo el significado de secuestro criminal o rapto. O sea que si la banda de los destructores secuestraba empresarios, la banda de la China se lleva a punta de pistola nueve mil caracteres de aquí, once mil setecientos de la granja vecina y dieciseis mil de la de más allá y sale de la escena del crimen dando vivas a Zapata y chupando a pico un ron de combina.
O sea que la editorial de Lima Bizarra queda como reducidora porque compra lo robado y encima lo vende como si fuera la biografía de San Rafael. Y es curioso también que las excusas para la consumación de ese delito en su nivel literario siempre sean las mismas.
Una vez acusaron de plagio al mediocrísimo Alfredo de Musset y él contestó: “Nada pertenece a nadie, todo pertenece a todos; y es preciso ser ignorante como un maestro de escuela para forjarse la ilusión de que decimos una sola palabra que nadie haya dicho antes. Hasta el plantar coles es imitar a alguien”. Va para ti, China.
Distinto fue el caso vergonzonsísimo de Ramón de Campoamor, famoso poeta romántico español. Como nos lo recuerda Vicente Vega en su Diccionario Ilustrado de Anécdotas, en 1836 Campoamor fue acusado con pruebas de haber entrado a saco en la obra de Víctor Hugo y haberse llevado de tan vasta hacienda por lo menos “un centenar de frases, pensamientos y sentencias” del insigne francés.
Campoamor confesó su falta y jamás pudo blanquearse la reputación. Bueno, es que la España de 1836, aunque en plena decadencia, todavía era un país donde la ética algo tenía que ver con la creación y donde la inteligencia solía estar distante del hampa. Aquí no.
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