Qué aburrimiento
Ser aburrido es un signo de prestigio en algunos círculos intelectuales. Se cree, desde esa perspectiva, que la prosa debe ser oscura y que la poesía debe parecer una mala traducción del bengalí.
Un ejemplo globalizado de esa oscuridad premeditada es Julio Ortega, un ensayista tiznado que ha hecho de las sombras un gran negocio en Estados Unidos.
Autoexportado como producto no tradicional desde su Cabana probable, Ortega ha extremado hasta el retorcimiento acrobático eso de escribir enredado para parecer inteligente.
Sus párrafos son ladrillos de erudición solapera, el humo que rodea sus insoportables ensayos es espeso, sus conceptos son obviedades recicladas y la música de esos ensayos umbrosos es un eterno adagio donde la palabra inmanencia no puede fallar.
Ortega no escribe sino que dirige su propio teatro negro de Praga. Como la cosa ya no le funcionaba aquí se fue a los Estados Unidos, donde su éxito ha sido indiscutible entre los académicos naif y las estudiantes que tienen ojos azules y cuerpos de paz.
La oscuridad es el requisito inexorable para ser aburrido (aunque no el único).De más está decir que la brea que chorrea cada línea escrita por Ortega lo convierte en uno de los críticos más aburridos de la historia del idioma castellano, incluyendo en el ranking los ensayos de Amado Alonso sobre Neruda y las aproximaciones de Marcelino Menéndez y Pelayo a los heterodoxos españoles.
Si usted sufre de insomnio o de inquietud paranoide, una lectura de Ortega lo volverá catatónico por unas horas. Por eso se dice que Ortega es un escritor de cabecera.
Los chismes maledicientes de la diáspora peruana en los Estados Unidos afirman que, próximamente, los libros de este escritor inescrutable vendrán con miligramaje incluido, como cualquier Diazepán, y que una alianza estratégica con un laboratorio quizás lo pueda hacer rico, que es su verdadero sueño académico.
Como se sabe, el aburrimiento consiste en no tener idea del tiempo ajeno. También en considerar la claridad un enemigo a abatir. También un modo solemne de ser huachafo. También un modo de ser conchudo porque escribir en borrador es fácil pero hacerlo para que se entienda ya es una tarea de difícil pronóstico.
Hay aburridos escritos pero los hay también orales. Un aburrido oral notorio es Luis Bedoya Reyes, a quien las decepciones han dejado mudo pero que antes se pegaba unos discursos que parecían calcados de una versión de Las mil y una noches pero sin calatas ni decapitaciones, o sea sin nada que importara.
Bedoya podía hablar una hora y no decir nada. Podía hablar dos horas y no decir nada. Un día habló tres horas y tampoco dijo nada.
Al final su voz era como el arrullo de las olas después de haberte comido dos cebiches encervezados y lo único que quedaba claro de su mensaje es que el tipo tenía el carro en neutro y el dedito en ristre.
¿Cómo hizo Bedoya para no decir nada y ser tres veces candidato a la Presidencia?Pues por eso, precisamente. En el país que inventó el jarabe de lengua, el concepto al vacío, la mermelada tipográfica, el cuento chino, la visa mágica y el espárrago de coca, un tipo que habla sin decir es un tipazo.
Hay en el Perú una tendencia de lo más cursi a alabar algunos aburrimientos. Un ejemplo sonante de esto es lo que la crítica especializada ha escrito sobre Flores rotas, una película a la que parecen sobrarle no menos de 50 minutos y que tiene en largos pasajes el ritmo de una pieza doliente de viola interpretada por un agonizante.
Y, sin embargo, la crítica especializada la ha puesto por las nubes. ¿Será porque imita –sólo imita– las morosidades de Eric Rohmer? No lo sé. Sólo sé que no será la primera vez que los críticos nos encandilan con una película que tiene muchos méritos pero que está lejísimos de ser algo tan recomendable.
Es que, en general, el aburrimiento tiene prestigio social. Si en un congreso de intelectuales alguien dice cosas entendibles y las dice con energía, una atmósfera de sospecha se instalará de inmediato en el club de las bufandas sucias.
Pero si, en cambio, alguien usa el gótico de Huamanga para su desempeño, si ese alguien mortifica el idioma, deshace los significados, da el triple salto mortal lacaniano con patada a la luna, entonces los aplusos serán de pie y los bravos saldrán rugientes. Como que el aquelarre se ha completado. Como que el vómito de alquitrán ha alcanzado para todos.
Yo cuando me quiero aburrir leo a Mirko Lauer, que es la versión diaria y en chancletas de Julio Ortega.
Un ejemplo globalizado de esa oscuridad premeditada es Julio Ortega, un ensayista tiznado que ha hecho de las sombras un gran negocio en Estados Unidos.
Autoexportado como producto no tradicional desde su Cabana probable, Ortega ha extremado hasta el retorcimiento acrobático eso de escribir enredado para parecer inteligente.
Sus párrafos son ladrillos de erudición solapera, el humo que rodea sus insoportables ensayos es espeso, sus conceptos son obviedades recicladas y la música de esos ensayos umbrosos es un eterno adagio donde la palabra inmanencia no puede fallar.
Ortega no escribe sino que dirige su propio teatro negro de Praga. Como la cosa ya no le funcionaba aquí se fue a los Estados Unidos, donde su éxito ha sido indiscutible entre los académicos naif y las estudiantes que tienen ojos azules y cuerpos de paz.
La oscuridad es el requisito inexorable para ser aburrido (aunque no el único).De más está decir que la brea que chorrea cada línea escrita por Ortega lo convierte en uno de los críticos más aburridos de la historia del idioma castellano, incluyendo en el ranking los ensayos de Amado Alonso sobre Neruda y las aproximaciones de Marcelino Menéndez y Pelayo a los heterodoxos españoles.
Si usted sufre de insomnio o de inquietud paranoide, una lectura de Ortega lo volverá catatónico por unas horas. Por eso se dice que Ortega es un escritor de cabecera.
Los chismes maledicientes de la diáspora peruana en los Estados Unidos afirman que, próximamente, los libros de este escritor inescrutable vendrán con miligramaje incluido, como cualquier Diazepán, y que una alianza estratégica con un laboratorio quizás lo pueda hacer rico, que es su verdadero sueño académico.
Como se sabe, el aburrimiento consiste en no tener idea del tiempo ajeno. También en considerar la claridad un enemigo a abatir. También un modo solemne de ser huachafo. También un modo de ser conchudo porque escribir en borrador es fácil pero hacerlo para que se entienda ya es una tarea de difícil pronóstico.
Hay aburridos escritos pero los hay también orales. Un aburrido oral notorio es Luis Bedoya Reyes, a quien las decepciones han dejado mudo pero que antes se pegaba unos discursos que parecían calcados de una versión de Las mil y una noches pero sin calatas ni decapitaciones, o sea sin nada que importara.
Bedoya podía hablar una hora y no decir nada. Podía hablar dos horas y no decir nada. Un día habló tres horas y tampoco dijo nada.
Al final su voz era como el arrullo de las olas después de haberte comido dos cebiches encervezados y lo único que quedaba claro de su mensaje es que el tipo tenía el carro en neutro y el dedito en ristre.
¿Cómo hizo Bedoya para no decir nada y ser tres veces candidato a la Presidencia?Pues por eso, precisamente. En el país que inventó el jarabe de lengua, el concepto al vacío, la mermelada tipográfica, el cuento chino, la visa mágica y el espárrago de coca, un tipo que habla sin decir es un tipazo.
Hay en el Perú una tendencia de lo más cursi a alabar algunos aburrimientos. Un ejemplo sonante de esto es lo que la crítica especializada ha escrito sobre Flores rotas, una película a la que parecen sobrarle no menos de 50 minutos y que tiene en largos pasajes el ritmo de una pieza doliente de viola interpretada por un agonizante.
Y, sin embargo, la crítica especializada la ha puesto por las nubes. ¿Será porque imita –sólo imita– las morosidades de Eric Rohmer? No lo sé. Sólo sé que no será la primera vez que los críticos nos encandilan con una película que tiene muchos méritos pero que está lejísimos de ser algo tan recomendable.
Es que, en general, el aburrimiento tiene prestigio social. Si en un congreso de intelectuales alguien dice cosas entendibles y las dice con energía, una atmósfera de sospecha se instalará de inmediato en el club de las bufandas sucias.
Pero si, en cambio, alguien usa el gótico de Huamanga para su desempeño, si ese alguien mortifica el idioma, deshace los significados, da el triple salto mortal lacaniano con patada a la luna, entonces los aplusos serán de pie y los bravos saldrán rugientes. Como que el aquelarre se ha completado. Como que el vómito de alquitrán ha alcanzado para todos.
Yo cuando me quiero aburrir leo a Mirko Lauer, que es la versión diaria y en chancletas de Julio Ortega.
1 Comments:
BUENO ....JAAAAAAA YA SÉ CÓMO SE ABURRE UD.
LE CONFESARÉ QUE EN MI CASO, CUANDO QUIERO MATAR EL ABURRIMIENTO VENGO A SU BLOGGER.SU PLUMA ES AGUDA , SARCÁSTICA , OBJETIVA EN LA MEDIDA JUSTA .SABROSO Y LÚCIDO ESCRITO.
SE LE EXTRAÑA EN LA TV SEÑOR.
ATENTAMENTE
FANNY JEM WONG
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