Pobre 68, que nos amó tanto
“Sesentayochero” dicen los cruzados de hoy cuando quieren insultar a algún bicho raro que cree que el mundo debe y puede cambiar.
No importa que ese bicho sea un auténtico liberal o un socialdemócrata. Los niños conservadores de hoy, los niñatos de las empresas familiares, los hijos de la bolsa (o la vida) están convencidos de que el único mundo posible es el que complace a los Chenney y a los Bush, al estado mayor de Israel y al accionista principal de Pepsico, al idiota de Blair y al forajido de Aznar.
Se abalanzan sobre el 68 los dóberman del pensamiento débil, los hijos putativos de Popper, los caniches del fin de la historia, los nietos del mariscal Petain y de Maurras, los lectores de las bagatelas de Celine.
Se abalanzan sobre el 68 que es apenas una leve sombra, que está lejos, que es casi un recuerdo inofensivo. Pero no para ellos. Para ellos el 68 es la pesadilla de una ira atenta, un hastío con piedras en la mano, un modo de morir gritando que ya basta, que ustedes, los que cortan el jamón desde siempre, nos tienen hasta la coronilla con sus mentiras, sus modos de imbecilizar en mancha, su cielo de cartón y Berlusconi, sus Halliburton y sus Enron, sus mañas para hacer que Prodi sea lo mismo que nada y Lula casi lo mismo que nada y la masacre de Irak menos que nada en el mar de sangre donde nos ahogamos y el tormento de Líbano una respuesta en vez de una limpieza étnica, que eso es lo que hace cada día, desde el cielo, la metralla del Estado fascista de Israel.
Se abalanzan sobre el 68 con todos los titulares de los que son capaces. Quieren matar a un muerto, por si acaso.
No vaya a ser que los jóvenes deserten del mundo cretino y empiecen a pensar en otras cosas que no sea tirar, ver una peli de Hollywood, desechar la compasión por maricona, la decencia por ser pérdida de tiempo, la preocupación por los demás por ser un gesto de debilidad.
No vaya a ser que los chicos se sumen a los pocos desasosegados que se hacen apalear en Davos.
Embisten al 68 como si se tratara de un demonio siendo que el 68 es una foto amarilla, una película llena de raspaduras, un póster de desván. Pero los dóberman y los caniches ladran a su sola mención.
Hay varias razones para ello: el 68 les recuerda el miedo, el 68 les recuerda aquello en que se han convertido, el 68 les recuerda a los más jóvenes y enterados lo que podrían haber sido en vez de estos fantasmas con una X en la frente y un cementerio a la altura del músculo cardiaco.
A los del 68 nos disgustaba el mundo pero no la gente. Los del 68 amábamos como animales, gritábamos como descubridores, vivíamos al filo de la navaja, nos contradecíamos groseramente, leíamos hasta que los ojos nos sudaban.
Pero no había duda: estábamos vivos y éramos frecuentemente generosos y algunas veces veraces y, sin ninguna duda, estábamos vivos. ¡Estábamos vivos!No idealizo el 68. No era el camino enfrentarse a De Gaulle (a lo que De Gaulle representaba) con barricadas.
El camino era –ahora lo vemos claro– impedir el imperialismo de la vulgaridad que hoy padecemos, parar el cáncer de Hollywood, la metástasis de Los Ángeles hinchando los ganglios del mundo, impedir que las clases medias se hartaran de los charlatanes y empezaran su ruta hacia una cultura de la consolación, pelear en todos los foros en contra de la pasteurización de los medios de comunicación, luchar a brazo partido por la sobrevivencia de las editoriales pequeñas dedicadas a preservar el humanismo, etcétera.
La lucha debió ser práctica y no abstracta, es cierto. Y es cierto que algunos de los líderes del 68 fueron unos farsantes. Pero eso no quita que el 68 fue un ensayo colectivo de insurrección moral en contra de este mundo que persigue muchas veces a los mejores y deifica los pies de Ronaldinho.
El destino de Roma fue el de no percatarse de su ruina, tan abrumadora había sido su grandeza. El destino del hombre moderno es no darse cuenta del fuego que ya lo rodea, tan elefantiásica es su soberbia y tantos éxitos tecnológicos ha conseguido con la misma psiquis primitiva con la que cazaba jabalíes hace treinta mil años.
No importa que ese bicho sea un auténtico liberal o un socialdemócrata. Los niños conservadores de hoy, los niñatos de las empresas familiares, los hijos de la bolsa (o la vida) están convencidos de que el único mundo posible es el que complace a los Chenney y a los Bush, al estado mayor de Israel y al accionista principal de Pepsico, al idiota de Blair y al forajido de Aznar.
Se abalanzan sobre el 68 los dóberman del pensamiento débil, los hijos putativos de Popper, los caniches del fin de la historia, los nietos del mariscal Petain y de Maurras, los lectores de las bagatelas de Celine.
Se abalanzan sobre el 68 que es apenas una leve sombra, que está lejos, que es casi un recuerdo inofensivo. Pero no para ellos. Para ellos el 68 es la pesadilla de una ira atenta, un hastío con piedras en la mano, un modo de morir gritando que ya basta, que ustedes, los que cortan el jamón desde siempre, nos tienen hasta la coronilla con sus mentiras, sus modos de imbecilizar en mancha, su cielo de cartón y Berlusconi, sus Halliburton y sus Enron, sus mañas para hacer que Prodi sea lo mismo que nada y Lula casi lo mismo que nada y la masacre de Irak menos que nada en el mar de sangre donde nos ahogamos y el tormento de Líbano una respuesta en vez de una limpieza étnica, que eso es lo que hace cada día, desde el cielo, la metralla del Estado fascista de Israel.
Se abalanzan sobre el 68 con todos los titulares de los que son capaces. Quieren matar a un muerto, por si acaso.
No vaya a ser que los jóvenes deserten del mundo cretino y empiecen a pensar en otras cosas que no sea tirar, ver una peli de Hollywood, desechar la compasión por maricona, la decencia por ser pérdida de tiempo, la preocupación por los demás por ser un gesto de debilidad.
No vaya a ser que los chicos se sumen a los pocos desasosegados que se hacen apalear en Davos.
Embisten al 68 como si se tratara de un demonio siendo que el 68 es una foto amarilla, una película llena de raspaduras, un póster de desván. Pero los dóberman y los caniches ladran a su sola mención.
Hay varias razones para ello: el 68 les recuerda el miedo, el 68 les recuerda aquello en que se han convertido, el 68 les recuerda a los más jóvenes y enterados lo que podrían haber sido en vez de estos fantasmas con una X en la frente y un cementerio a la altura del músculo cardiaco.
A los del 68 nos disgustaba el mundo pero no la gente. Los del 68 amábamos como animales, gritábamos como descubridores, vivíamos al filo de la navaja, nos contradecíamos groseramente, leíamos hasta que los ojos nos sudaban.
Pero no había duda: estábamos vivos y éramos frecuentemente generosos y algunas veces veraces y, sin ninguna duda, estábamos vivos. ¡Estábamos vivos!No idealizo el 68. No era el camino enfrentarse a De Gaulle (a lo que De Gaulle representaba) con barricadas.
El camino era –ahora lo vemos claro– impedir el imperialismo de la vulgaridad que hoy padecemos, parar el cáncer de Hollywood, la metástasis de Los Ángeles hinchando los ganglios del mundo, impedir que las clases medias se hartaran de los charlatanes y empezaran su ruta hacia una cultura de la consolación, pelear en todos los foros en contra de la pasteurización de los medios de comunicación, luchar a brazo partido por la sobrevivencia de las editoriales pequeñas dedicadas a preservar el humanismo, etcétera.
La lucha debió ser práctica y no abstracta, es cierto. Y es cierto que algunos de los líderes del 68 fueron unos farsantes. Pero eso no quita que el 68 fue un ensayo colectivo de insurrección moral en contra de este mundo que persigue muchas veces a los mejores y deifica los pies de Ronaldinho.
El destino de Roma fue el de no percatarse de su ruina, tan abrumadora había sido su grandeza. El destino del hombre moderno es no darse cuenta del fuego que ya lo rodea, tan elefantiásica es su soberbia y tantos éxitos tecnológicos ha conseguido con la misma psiquis primitiva con la que cazaba jabalíes hace treinta mil años.
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